Un grupo procedente de Ecuador, República Dominicana, Jordania y Venezuela se esfumó el 5 de septiembre de 2024 en la costa mexicana. Las familias han recibido el aviso de que fueron secuestrados. Tres meses después, en el mismo lugar, se perdió el rastro de otros 40 migrantes. Las autoridades de México todavía no han empezado a buscarlos.

Salen todos, formados en dos líneas, mirando de frente. El coyote les apunta con el celular y anuncia: “Estos clientes ya están listos para salir a la ciudad de Juchitán y continuar su camino a la Ciudad de México”. El video termina con la misma pregunta que terminan todos los traficantes de personas: “¿Todo bien, señores?”. Algunos contestan, otros levantan el pulgar. Es la última grabación. Después de esos 17 segundos, se pierde todo rastro de las 23 personas que aparecen en la imagen: cinco son niños. Es el 5 de septiembre de 2024, en la costa de Chiapas, al sur de México. El grupo, procedente de Ecuador, República Dominicana, Jordania y Venezuela, lleva un par de días esperando en una casa de seguridad en Puerto Madero, a unos 40 kilómetros de la frontera con Guatemala. Deben montarse en una lancha con destino a Oaxaca; la travesía duraría —dicen a sus familias— unas nueve horas. En cambio, ha pasado más de un año. No hay todavía ninguna pista de ellos. Solo se sabe que tres meses después, en ese mismo trozo de costa, otros 40 migrantes se perderían tras montarse también en unas lanchas hacia el mismo destino. Mientras México se mantiene ajeno, una serie de desapariciones masivas están marcando su tierra.
“Mi esposo es el más bajito del video, el tercero a mano izquierda”, dice en una videollamada Alma Pérez sobre Luis Ángel Suárez, originario de Maracaibo (Venezuela). Debajo de Luis está Myriam Godos con su hijo Julio Cobos, de entonces 13 años, ambos de Machala (Ecuador). Charlotte González, de seis años, con trencitas y mochila rosa, tiene su mano apoyada en Julio, y detrás a su madre, Camila Villa. Las dos son de República Dominicana, como Rafaela Fermín y Juan Sebastián Martínez: “Mi hijo es el de t-shirt negra, sentado en el piso, adelante”, dice María Sofía Acevedo al otro lado de la pantalla. Desde Jordania, Lubna identifica con un círculo verde a su hermano Mohammad Ali y con uno morado al otro compañero de viaje, Mohammad Sobh. Cierran los lados del grupo, los familiares de Mayra: a la izquierda, está Silvia Obando con su hijo Jared Calvache, de 14 años; y a la derecha, su otro hijo, Alejandro Calvache, de 15, y su esposo, “un señor gordito con una camiseta azul”, Jorge Calvache. Los cuatro llegaron desde Guayaquil, en Ecuador, hasta esta enramada en el Pacífico. En cada entrevista, estas madres y hermanas insisten: “Solo querían una vida mejor”.
Todos compartían lugar de destino. Estados Unidos parecía entonces, antes del regreso de Donald Trump a la Casa Blanca, un amuleto frente a las extorsiones, la violencia y la pobreza de sus países. La ruta se les partió en México. Ninguna familia ha conseguido que las autoridades del país comiencen a buscarlos. La mayoría no ha podido ni siquiera poner una denuncia en unas Fiscalías rebasadas ante una crisis de 133.000 personas sin localizar. Muchas de estas mujeres, al cierre de este reportaje, siguen batallando con la Comisión Nacional de Búsqueda para que les compartan, al menos, una ficha de búsqueda, un registro que pruebe que estas 23 personas existieron, que pasaron por México y que aquí desaparecieron.
El sello de Julio
En una pequeña fiesta de despedida, Julio Cobos baila con su madre al ritmo de una cumbia. Ambos van a empezar el 30 de agosto una ruta que los sacará de Ecuador y los llevará por Perú, El Salvador y Guatemala antes de llegar a México. Tres días más tarde, la expresión de este niño estudioso y fan del Orense, el club de fútbol de su ciudad, ya es otra. Julio, que bailaba en el jardín de su casa con los brazos arriba, enseña ahora serio el sello negro que los coyotes le han puesto para entrar en Tapachula. Esta ciudad fronteriza fue una cárcel a cielo abierto en los momentos más duros de la estampida migratoria y ahora se ha convertido en una especie de centro de distribución para los grupos del crimen organizado. Desde aquí envían a los migrantes, a las armas y a la droga hacia el norte por distintas rutas; la mayoría terrestres, pero otras son marítimas.
Más información el El Pais
