Líderes comunitarios denuncian daños ambientales, restricciones a la circulación y militarización tras la puesta en marcha de uno de los proyectos emblemáticos del Gobierno ecuatoriano
La patrulla militar encargada de custodiar la megacárcel conocida como Encuentro —una de las apuestas más ambiciosas del presidente ecuatoriano Daniel Noboa en la provincia costera de Santa Elena— derrapó sobre la calle polvorienta. De la camioneta descendieron al menos seis soldados y policías; sus botas levantaron nubes de polvo al interceptar a un grupo de comuneros que, acompañados por un abogado del Comité de Derechos Humanos de Guayaquil (CDH) y varios periodistas, intentaban documentar el impacto ambiental que la prisión ha dejado en el río que serpentea, a pocos metros, junto al muro de piedra que rodea el complejo penitenciario. “Soy comunero de Don Lucas”, dijo Donald Cabrera, con tono molesto. Desde que se enteró de los planes del Gobierno de levantar la prisión sobre sus tierras, Cabrera ha protestado sin descanso, indignado por los daños a la biodiversidad.

Daniel Noboa en la ceremonia de inicio de construcción de la cárcel de Santa Elena, el 21 de junio de 2024. VICENTE GAIBOR
Una parte de la cárcel se erige sobre terrenos comunitarios que por siglos han sido custodios por sus habitantes. Se trata de un paraje natural que alberga bosques de enormes ceibos y sirve de refugio para aves endémicas. Esa tierra, situada a los pies de la majestuosa cordillera Chongón-Colonche, nunca antes había sido tocada por actividades que pudieran alterar su equilibrio natural, explican sus defensores.
Mientras los comuneros entregaban sus cédulas de identidad al jefe de la patrulla, aumentaba la tensión. El oficial revisó los papeles y explicó que el paso por la zona estaba prohibido, aunque se trata del camino que conecta a varias comunas entre sí. Exigió también las imágenes que el fotógrafo que acompañaba al grupo había capturado con un dron sobre el río que atraviesa la comuna de Don Lucas, localizada a unos 15 kilómetros de la cárcel. El soldado las copió en su teléfono para analizar que no haya ninguna sobre el centro. De inmediato, les prohibió continuar. “Nadie puede impedir transitar libremente por estos caminos”, reclamó Cabrera, sin éxito. Los demás policías y militares advirtieron que no volvieran a circular por esa ruta.
Los controles militares se intensificaron en esta zona desde el 10 de noviembre, cuando llegaron los primeros presos a la cárcel. Lidia Avelino vio ese día por primera vez una tanqueta militar. Se impresionó por su tamaño, dice, cuando pasó frente a su casa, haciendo temblar las paredes de ladrillo. Sintió miedo, asegura. “Ahora los militares nos revisan, nos pasan las manos desde la cabeza hasta los pies para ver qué cargamos”, relata la mujer con preocupación.
El Gobierno de Noboa inició los traslados a la prisión en plena campaña de la polémica consulta popular convocada en septiembre para crear una Asamblea Constituyente, aunque la cárcel no estaba terminada, como lo reconoció el mandatario en una entrevista: “No está al ciento por ciento, pero ya está [avanzado] el 35%, 40%”. Lo poco que se conoce del interior del centro —destinado a albergar a cabecillas de bandas delictivas— proviene de las fotografías difundidas por el mandatario y sus ministros en redes sociales. La primera de esas imágenes la publicó Noboa en X y en ella aparece el exvicepresidente Jorge Glas, detenido por tres casos de corrupción en los que lo involucra la Fiscalía. Noboa escribió con tono irónico: “Bienvenido al nuevo hogar. Pronto llegarán más criminales”. Ese día fueron trasladados los primeros 300 presos. Un mes después, ya son 640 los detenidos.
La construcción de la prisión ha estado rodeada de polémica por el impacto ambiental. Para construirla fueron taladas 16 hectáreas de bosque y se aplanó un cerro. Allí se levantaron cinco pabellones octagonales, cuatro patios, tres cercos de seguridad y seis torres de vigilancia, según una imagen difundida por el ministro del Interior, John Reimberg.
Los comuneros supieron de la apertura de la prisión por sus ríos. Una mañana, Lidia y su esposo fueron a la pequeña finca donde cultivan lo necesario para sobrevivir y en el camino sintieron un olor a podredumbre que los detuvo. “Eso era negro, apestaba. Teníamos que taparnos la nariz”, recuerda la mujer. Dice que vieron heces flotando en el agua. Reclamaron a la administración de la cárcel, cuyos funcionarios prometieron desviar las aguas residuales, pero, dice Lidia, “igual van a terminar en el río”.
